Abandoné
las sombras,
Las
espesas paredes,
Los
ruidos familiares,
La
amistad de los libros,
El
tabaco, las plumas,
Los
secos cielorrasos;
Para
salir volando,
Desesperadamente.
Vuelo
sin orillas.
Oliverio
Girondo.
Salí
de casa temprano, un diciembre tardío, el día después de navidad,
hacia un parador de camiones que siempre veía lleno, y que ese día,
el día en que salía de casa rumbo al fin del mundo, estaba vacío.
Tome mate, fume, me estire al sol, pateé piedras y sonreí por esa
libertad de estar en la banquina con el mapa desplegado en mi mente;
y me quede pensando en todo eso, casi sin hacer dedo, sin apuro,
guardando en mi memoria ese momento bajo el sol, un amanecer de
diciembre, con el parador a mis espaldas y el campo en el infinito.
Sentado
en el pasto al lado de un rosal en una estación de servicio en medio
de la ruta recordé a Jack Kerouac meditando junto al rosal de la
cabaña de Sean en Los Vagabundos del Dharma.
Un
camión apareció como un fantasma enfrentando al viento con coraje.
Cargaba un mal de amores encubierto y lanzaba teorías desmedidas.
Iba lejos y despacio, lo que uno siempre espera. Una charla con mates
al atardecer y miles de kilómetros por delante y no podría pedir
mas. Si el tiempo es consejero la distancia es medicina, pensé. Aun
lo estoy dudando.
Entrada
la noche, luego de cruzar como espectros la última gran ciudad en
cientos de kilómetros, el camión entraba en las tierras perdidas
del sur. El desierto se abría y explotaba el horizonte sin mas que
planicie, remolinos de tierra y estrellas. Las luces se perdían en
esa inmensidad que algunos llaman nada y otros poder. Para mi es un
paraíso, la oda a la aridez que algún día voy a escribir.
Dormir
en el desierto una noche de verano mientras el viento azota al camión
que se agita en la banquina como si un gigante lo golpeara con sus
manos creando un ritmo de vaivén que dispone al descanso necesario.
El viento es invisible como todo lo que habita esos paisajes del
mundo.
El
viento corre veloz y avanza implacable sobre la estepa. Ante
semejante territorio, deshabitado, árido e infinito para los ojos,
la ruta se convierte en una línea insignificante. Sobre el este se
encuentra el mar que con el paso del tiempo ha convertido el margen
terrestre en una serie de acantilados. Entre estos y el agua cada
tanto aparecen playas de arena gruesa, mas oscura que las playas del
norte, mas frías también. Es solo en estos lugares donde uno puede
protegerse del viento. Pienso que se debe emocionar al ver el mar, y
ansioso de recuperar humedad, sus ojos se posan en el horizonte y
pasan por alto estas playas. O será que simplemente se apiada del
viajero que busca descanso. Todos estamos buscando algo. Creo que al
viento le pasa lo mismo.
Planeando
la patagonia en la cima de un camión, la estepa infinita se presenta
misteriosa. El fin del mundo se adivina a la distancia entre pequeñas
casas, galpones de esquila y guanacos que saltan sobre los
alambrados.
¿Hay algo mas encantador que los parajes perdidos en medio de la ruta?
Los fantasmas se manifiestan y proyectan en las rutas del sur. Fantasmas del pasado y el presente, propios y ajenos.
Las
luces se convierten en otra cosa cuando cae el sol. Todo muta en las
rutas nocturnas. El sonido del obturador es cada vez mas espaciado y
no hay trípode que soporte tanto viento. La patagonia se reserva lo
mejor para la noche.
Cruzar
el estrecho de Magallanes es volver a los libros de la niñez, a la
escuela, los mapas, donde se acaban los caminos y una línea punteada
cruza sobre el agua, fondo celeste, unión oceánica y fin de las
tierras continentales. Comienzo de bosques y valles, lagos, glaciares
y hielos milenarios. Cruzar el estrecho es volver al mundo que creía
perdido.
Esos
caminos que parecen llevar a ninguna parte. Algunas veces te
sorprende, dichosa la suerte del viajero, algún pueblo perdido en la
soledad de la patagonia. Otras simplemente se ramifican en muchos
caminos, convirtiéndose en una especie de laberinto estepario. La
nada solo es aparente, siempre hay alguien que se amiga con el viento
y se hermana con la soledad. Me gusta creer en eso e imaginar todo lo
que existe en un lugar y solo podré conocer adentrándome en ellos.
Larga vida a los caminos secundarios, las huellas de tierra, los
trazos infinitos.
Próxima
estación: fin del mundo.