El camino es una pequeña línea que corta la estepa y lentamente se va convirtiendo en montaña y bosque. Sobre el final de los caminos del mundo la ruta asciende para cruzar la Cordillera de los Andes, sentir el viento y la nieve en la cara y en su altura máxima, con vista de ave, mostrar que nada se termina, que mas allá del canal de Beagle el mundo continúa, blanco y frío, de olas gigantes y hielos eternos, y que Ushuaia está lejos de ser el fin de algo. En todo caso, podría ser el comienzo.
Si
el fin del mundo es una construcción, el año nuevo en el fin del
mundo genera una oleada de pensamientos. El imaginario de lo que algo
puede llegar a ser siempre dista de lo que terminara siendo. El
festejo de año nuevo fue en un refugio de montaña con personas de todo el
mundo. En una olla calentaron vino con naranja y canela, el brebaje para el frío. La fiesta fue extraña, sin colores en el cielo, ni risas, ni fuego. En algún
momento me fui a mi carpa, en la ladera de la montaña. Fume y medite sobre como deconstruir el mundo, la expectativa, lo
imaginario, una implosión descontrolada. Que vuelen por los aires
los pensamientos que no pertenezcan al presente.
¿Quien
no ha soñado con vivir en los bosques? El intento de convertirse en
un Walden moderno en tiempos donde todo avanza como un glaciar
dejando tras de sí una huella de piedras solitarias que desencajan
en la planicie. Caminaba por el bosque buscando algo, el rayo de luz
que convierta en extraordinario lo simple, tal vez un pequeño
brote de árbol, una flor de color entre tanto verde, para terminar
encontrando esa huella humana que rompe con el encanto de la
naturaleza y habilita el misterio, lo inexplicable, el cómo llegan
ciertas cosas a ciertos lugares. Al fin de cuentas, y mas allá del
horror de un bosque contaminado, todo parecía indicar que dormir en los bosques podía ser mas literal de lo imaginado.
Confundí el sonido de un avión con un trueno mientras esperaba la lluvia
atento a las nubes. Era una tarde como la de hoy, con un cielo
amenazante pero sin lluvia. También, como hoy, aparecía a la
distancia el largo silbido, fiu fiuuu, de los camiones al pasar los
cambios. Son muchas las razones por las que uno debería vivir cerca
de una ruta, así como son muchas las cosas que se extrañan cuando
ya no están. Después el sol se fue y quedo en sombras esta sabana
africana que es el valle del fin del mundo por las noches cuando las
nubes cubren el cielo y borran las montañas, dejando solo al viento
que tuerce arboles y casas y carteles de hoteles derrumbados. La luz
de la linterna que ilumina los arbustos rompe dimensiones en su viaje
por el aire y devuelve la imagen de los tiempos sin principio. Todo
es circular, me decía en esos días del verano austral, como las
estaciones y la transmisión de los camiones.
La
tierra se abre en una península rodeada de agua y bosque en la
laguna verde. Las montañas nevadas ocupan el horizonte próximo y
los zorros observan expectantes desde los arbustos. Caminar
el camino, comida en la mochila, agua de los ríos y abrigo para las
noches cuando bajan los fríos vientos de las cumbres. Los ojos
limpios, los pies calientes y las manos con barro. Las acampadas se
vuelven heladas, pero sumamente hermosas, en las soledades de Bahía
Lapataia, último recodo del continente.
Toda
construcción ya es ruina, dijo alguien y me dejo pensando en la
dualidad de las cosas. Así como todo principio es fin, el llamado
fin del mundo es también principio, uno de los tantos posibles. Doy
la vuelta y, con el sol de frente y el canal de Beagle detrás, emprendo el viaje hacia el otro fin del mundo, el
otro extremo del continente.
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