3. a las montañas mágicas






Conseguí un pequeño trabajo frente a un lago gigante en un pequeño pueblo de gente de gran corazón. Siempre es así. En lo sutil, en lo sencillo, radica la grandeza del mundo. Soy el encargado de mantener vivo el fuego de las calderas. Tengo las manos secas por la dureza del clima, un tanto quemadas por el fuego y del pelo brotan pequeños rastros de ceniza. Siempre me gusto el fuego, el arte del buen fuego, y ahora tengo la oportunidad de desplegarlo a gusto, de experimentar con estos pequeños incendios controlados. Con la leña arden muchas otras cosas, anote en el cuaderno una de esas mañanas. La madera que es el bosque se hace fuego y luego ceniza que termina en mis manos que algún día serán abono del bosque. Que ardan los recuerdos, pensaba mientras veía la caldera rugir en ese cuarto de dos por dos mientras afuera el lago se agitaba en olas marítimas y el viento lo doblaba todo.


Y un día me fui, a la hora de la siesta, con esa lluvia del sur que parece acariciar pero cala los huesos. Hacía frío y las calles del pueblo estaban vacías. No quería cruzar a nadie, solo ver los humos de las chimeneas. Lo bueno de viajar sin tiempo es poder quedarse todo lo que uno quiera en un lugar. Lo malo es que irse cuesta demasiado. Las despedidas son duras, quizás lo más difícil de viajar así.
Llegué a la estación de servicios y, dándole la espalda al pueblo, empecé a caminar por la ruta hasta que todo se perdió de vista. El olor que emanaba del bosque mojado hacía tolerable la lluvia que en unos minutos me había acorralado contra un cartel. Si la mente está serena el mundo está sereno. Sino no. 



Una camioneta frenó cuando pensaba que nadie en su sano juicio frenaría ante esa presencia fantasmal en la banquina (un fantasma mojado es un buen fantasma?) Viajar a dedo tiene eso, que quien te lleve tendrá un gran corazón o estará lo suficientemente aburrido o desquiciado. Algunas veces se dan todas juntas.
Me baje en un cruce de caminos que no sospeche que podría existir. Ya no llovía, pero el viento de la estepa parecía convencido en poder volarme de un soplo. Fumé y otra camioneta frenó, cada cual con sus hechizos, y me dejo en un lugar regalado al temporal.


Hay un goce, en principio extraño, en recorrer estos caminos australes a dedo. Parado en la banquina el viento pega helado, ahora comienza a caer agua nieve y de tanto en tanto pasa un camión a toda velocidad arrojando tras de si una nube de agua. Una hora después se desata el temporal. La ruta desaparece a los pocos metros, el agua toma el poder y todo se vuelve oscuro. El viento es tan fuerte que me empuja hacia un lado y en cuestión de segundos estoy corriendo hacia lo único que me puede proteger, al menos en parte. Una pequeñísima caseta de control de rutas, la cual se ve equipada a través de las ventanas, pero está cerrada con cadena y candado. Malditos.. Podría estar ahí dentro calentando agua para tomar algo que me saque este frío y no mojarme mas. Pero no. Lo cerraron con candado, acá, en el medio de la nada, donde apenas pasa una gaviota cada tanto. 
En estas alturas de la ruta la estepa termina en el mar. Está ahí, lo veo desde acá y cuando el viento cambia de dirección también lo puedo oler. El océano atlántico tiene a la estepa de playa.
Ahora el mar se agita, el cielo se oscurece aun mas y comienza a granizar. No puedo estar mas pegado a la pared y por mas posturas que pruebe siempre me mojo. Recuerdo el piloto azul, un plástico con forma de campera que guarde para casos de emergencia. Esto es una emergencia. En cuestión de minutos un clima patagónico relativamente tranquilo se ha convertido en algo demencial. Viento que te tira, lluvia, granizo, oscuridad. Me envuelvo en el piloto y espero que todo pase. Hay momentos donde lo único que se puede hacer es esperar.
Ni siquiera puedo pensar en registrarlo con la cámara. Los momentos de peligro real solo se registran con el cuerpo, pensaba como un mantra, una y otra vez, para memorizarlo y anotarlo después, confiando en un después.
No se cuanto tiempo pasa pero de repente todo se detiene. El viento cambia de dirección llevándose la tormenta hacia otros lados. Las nubes se mueven a gran velocidad y cada tanto dejan libre un pedacito de cielo por donde salen disparados algunos rayos de sol que persigo para sentir un poco de calor.
El piloto funcionó a la perfección y pienso en un acto de reconocimiento: el piloto sobre un estrado, con luces apuntándole y papelitos cayendo del techo. Hay aplausos y un brindis. La sociedad geográfica le da la medalla de honor.
Aun así tengo frío y estoy mojado. Pienso en un piloto de cuerpo entero, que incluya a los pies.
El día se va terminando y no ha pasado un auto en toda la tarde. Decido caminar a la ciudad mas cercana, a unos diez kilómetros, y pasar la noche allí. Al rato recupero la temperatura y camino feliz bajo el cielo del atardecer.

Ya es de noche y estoy en una estación de servicios. De repente a mis espaldas se abre la puerta, seguido por el típico sonido de mochila de viaje que en su avance va dando golpes contra todo lo que cruza. Me doy vuelta y ahí está S, otra presencia fantasmal de los caminos. Nos conocimos en Ushuaia tiempo atrás sin saber que el camino nos cruzaría caprichosamente una y otra vez. S es de Francia, hace mucho que está viajando y habla un perfecto español. Al igual que yo estuvo todo el día esperando al costado del camino y termino acá, donde terminan los fantasmas y los camioneros. Las estaciones de servicio son las casas de los que llevan las casas sobre sus espaldas.
A la noche acampamos al lado de un barco frente al mar, extraña decoración sobre la costa. Hay luna llena, cielo estrellado, el mar está calmo, no hace mucho frío, y el poco viento es reparado por el barco que se eleva detrás de la carpa. Las mejores acampadas son tan bellas como improvisadas. 
Al día siguiente todo funciona. La misma ruta, la misma banquina, pero un auto se detiene pronto y me deja en el Estrecho de Magallanes. Vuelvo a cruzarlo, en otro barco pero con la misma emoción de la primera vez, y aunque no veo delfines ni pingüinos ni ballenas, el universo me regala un atardecer dorado. 
Todo es anaranjado en los días felices. Estoy en Chile y vuelven también las tempestades y la noche.






A orillas del estrecho hay un colectivo abandonado. Hasta ahí llegue esa noche, luego de volver a encontrarme con S arriba del barco. Cuando vio el colectivo enloqueció de alegría y lo primero que hizo fue tantear la puerta. Estaba abierta. Nos miramos y no hubo mucho mas que decir.
Antes de entrar nos sentamos en una pequeña cafetería. No era un café ni un restaurante, era una cafetería de película rutera norteamericana, tan estrecha como un contenedor, como esas cosas que se piensan a corto plazo y perduran en el tiempo. Casi no tenía plata chilena y lo único que me interesaba era tomar un vaso de vino, con la secreta intención de emborracharme y dormir cinco mil años. Creo que S pensaba lo mismo.
La señora que atendía, en principio parca y distante, de un momento a otro se convirtió en la abuela que todo viajero necesita y solo nos cobró unas monedas por los vasos que tomamos. Eran vasos de vidrio alargados que servía desde una damajuana de dudosa procedencia y eso, lo dudoso, cuando se baila en la incertidumbre es música dispuesta al encuentro.
Las pocas personas que estaban se fueron y mi plan, nuestro plan, además de tomar vino, era tirar la bolsa de dormir en alguna parte de la cafetería y dormir con el olor a leña quemada para despertar con tostadas calientes. Sueños ilusos del fin del mundo. Toda abuela tiene su límite, su barrera infranqueable.
Así fue que llegamos al colectivo. Tenía la puerta abierta y el corazón gigante. Afuera el viento cabalgaba el estrecho haciendo que la lluvia viajara paralela al suelo. Quien haya armado una carpa en una noche furiosa del Estrecho de Magallanes merece un premio, como el ya condecorado piloto.
Entramos, acomodamos algunas cosas, barrimos con los pies el suelo y cocinamos sobre unas tablas de madera, fumando en el asiento del conductor, viendo esa noche a medias que es el atardecer infinito del sur. Finalmente, desplegadas las bolsas de dormir, me cubrí con toda la ropa que tenía y me dispuse a dormir, esperando no morir congelado en esa pequeña y encantadora heladera con ruedas.
La escarcha no tardó en llegar. Cuando paró de llover el viento se volvió helado y todo lo mojado cambió de estado y se volvió hielo. Bendito clima glaciar. El mundo es un lugar extraño.
La fiebre también llegó esa noche. Desperté en un estado deplorable y aun restaban 200 km hasta la ciudad mas cercana. El colectivo, sin embargo, no pensaba lo mismo. Sin motor ni conductor, mirando de frente al fin del mundo, y mostrando la estepa infinita por sus espejos, se quedaba ahí, dispuesto a ser refugio, cocina, nido, testigo y memoria de los tiempos sin tiempo.


S, emulando a un gusano, espera los primeros rayos de sol para salir de su capullo.

Sobre el fin de la mañana me despedí de S, esperando que la magia del camino tuviera en mente un nuevo encuentro.
Al medio día una camioneta frenó en la ruta. En verdad ya estaba frenada. Frenada y arriba de un barco. El conductor bajó el vidrio y me preguntó a donde iba. Le dije que a Alaska y no dijo nada. Seguí avanzando y a los pocos metros me gritó y abrió la puerta para que me suba.
Ahora además de fantasma mojado tenía fiebre. (Fantasma mojado con fiebre. ¿Existen estados mas deplorables?) Lo importante es no perder el optimismo. El viaje fue un delirio, un poco por mi fiebre y otro poco por los conductores que hablaban con los miles de chilenismos que existen, haciendo que mis interpretaciones no fueran las mas acertadas. Comían chocolates y fumaban mientras explicaban, al ritmo del güeon y el po, la geografía del lugar. Cuando llegamos a la ciudad pase de fantasma a zombie. (Sí, hay estados peores). No se como termine donde termine, pero después de tanto tiempo armando la carpa en cualquier lugar dormir en una habitación con calefacción fue un abrazo del universo, en ese estado de delirio febril mezclado con refugio. 

El tiempo pasa veloz, como el viento patagónico, corre austral, fuerte y misterioso. La tierra del fuego me atrapo, sacudió y abrazo. Viajar a dedo por estos lados del mundo es difícil pero, a su vez, me regaló momentos increíbles. Andar donde no hay caminos y hacerlos. Los días casi sin noche fueron quedando atrás y las historias se acumularon. Creo que esos caminos de tierra que golpea bajo cielos infinitos quedarán grabados en mi memoria para siempre. La magia del camino está ahí, solo hay que ir hacia ella, andar alegre, optimista, amigo de la incertidumbre, y recibirla con la alegría de la dicha, como el amor que se construye simplemente amando.





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