Conseguí
un pequeño trabajo frente a un lago gigante en un pequeño pueblo de
gente de gran corazón. Siempre es así. En lo sutil, en lo sencillo,
radica la grandeza del mundo. Soy el encargado de mantener vivo el
fuego de las calderas. Tengo las manos secas por la dureza del clima,
un tanto quemadas por el fuego y del pelo brotan pequeños rastros de
ceniza. Siempre me gusto el fuego, el arte del buen fuego, y ahora
tengo la oportunidad de desplegarlo a gusto, de experimentar con
estos pequeños incendios controlados. Con la leña arden muchas
otras cosas, anote en el cuaderno una de esas mañanas. La madera que
es el bosque se hace fuego y luego ceniza que termina en mis manos
que algún día serán abono del bosque. Que ardan los recuerdos,
pensaba mientras veía la caldera rugir en ese cuarto de dos por dos
mientras afuera el lago se agitaba en olas marítimas y el viento lo
doblaba todo.
Y
un día me fui, a la hora de la siesta, con esa lluvia del sur que
parece acariciar pero cala los huesos. Hacía frío y las calles del
pueblo estaban vacías. No quería cruzar a nadie, solo ver los humos
de las chimeneas. Lo bueno de viajar sin tiempo es poder quedarse
todo lo que uno quiera en un lugar. Lo malo es que irse cuesta
demasiado. Las despedidas son duras, quizás lo más difícil de
viajar así.
Llegué
a la estación de servicios y, dándole la espalda al pueblo, empecé
a caminar por la ruta hasta que todo se perdió de vista. El olor que
emanaba del bosque mojado hacía tolerable la lluvia que en unos
minutos me había acorralado contra un cartel. Si la mente está
serena el mundo está sereno. Sino no.
Una
camioneta frenó cuando pensaba que nadie en su sano juicio frenaría
ante esa presencia fantasmal en la banquina (un fantasma mojado es un
buen fantasma?) Viajar a dedo tiene eso, que quien te lleve tendrá
un gran corazón o estará lo suficientemente aburrido o desquiciado.
Algunas veces se dan todas juntas.
Me
baje en un cruce de caminos que no sospeche que podría existir. Ya
no llovía, pero el viento de la estepa parecía convencido en poder
volarme de un soplo. Fumé y otra camioneta frenó, cada cual con sus
hechizos, y me dejo en un lugar regalado al temporal.
En estas alturas de la ruta la estepa termina en el mar. Está ahí, lo veo desde acá y cuando el viento cambia de dirección también lo puedo oler. El océano atlántico tiene a la estepa de playa.
Ahora
el mar se agita, el cielo se oscurece aun mas y comienza a granizar.
No puedo estar mas pegado a la pared y por mas posturas que pruebe
siempre me mojo. Recuerdo el piloto azul, un plástico con forma de
campera que guarde para casos de emergencia. Esto es una emergencia.
En cuestión de minutos un clima patagónico relativamente tranquilo
se ha convertido en algo demencial. Viento que te tira,
lluvia, granizo, oscuridad. Me envuelvo en el piloto y espero que
todo pase. Hay momentos donde lo único que se puede hacer es
esperar.
Ni
siquiera puedo pensar en registrarlo con la cámara. Los momentos de
peligro real solo se registran con el cuerpo, pensaba como un mantra,
una y otra vez, para memorizarlo y anotarlo después, confiando en un
después.
No
se cuanto tiempo pasa pero de repente todo se detiene. El viento
cambia de dirección llevándose la tormenta hacia otros lados. Las
nubes se mueven a gran velocidad y cada tanto dejan libre un pedacito
de cielo por donde salen disparados algunos rayos de sol que persigo
para sentir un poco de calor.
El
piloto funcionó a la perfección y pienso en un acto de
reconocimiento: el piloto sobre un estrado, con luces apuntándole
y papelitos cayendo del techo. Hay aplausos y un brindis. La sociedad
geográfica le da la medalla de honor.
Aun así tengo frío y estoy mojado. Pienso en un piloto de cuerpo entero, que incluya a los pies.
Aun así tengo frío y estoy mojado. Pienso en un piloto de cuerpo entero, que incluya a los pies.
El
día se va terminando y no ha pasado un auto en toda la tarde. Decido
caminar a la ciudad mas cercana, a unos diez kilómetros, y pasar la
noche allí. Al rato recupero la temperatura y camino feliz bajo el
cielo del atardecer.
Ya
es de noche y estoy en una estación de servicios. De
repente a mis espaldas se abre la puerta, seguido por el típico
sonido de mochila de viaje que en su avance va dando golpes contra
todo lo que cruza. Me doy vuelta y ahí está S, otra presencia
fantasmal de los caminos. Nos conocimos en Ushuaia tiempo atrás sin
saber que el camino nos cruzaría caprichosamente una y otra vez. S
es de Francia, hace mucho que está viajando y habla un perfecto
español. Al igual que yo estuvo todo el día esperando al costado
del camino y termino acá, donde terminan los fantasmas y los
camioneros. Las estaciones de servicio son las casas de los que
llevan las casas sobre sus espaldas.
A
la noche acampamos al lado de un barco frente al mar, extraña
decoración sobre la costa. Hay luna llena, cielo estrellado, el mar
está calmo, no hace mucho frío, y el poco viento es reparado por el
barco que se eleva detrás de la carpa. Las mejores acampadas son tan bellas como improvisadas.
Al
día siguiente todo funciona. La misma ruta, la misma banquina, pero
un auto se detiene pronto y me deja en el Estrecho de Magallanes.
Vuelvo a cruzarlo, en otro barco pero con la misma emoción de la
primera vez, y aunque no veo delfines ni pingüinos ni ballenas, el
universo me regala un atardecer dorado.
Todo es anaranjado en los días felices. Estoy en Chile y vuelven también las tempestades y la noche.
Todo es anaranjado en los días felices. Estoy en Chile y vuelven también las tempestades y la noche.
A
orillas del estrecho hay un colectivo abandonado. Hasta ahí llegue
esa noche, luego de volver a encontrarme con S arriba del barco.
Cuando vio el colectivo enloqueció de alegría y lo primero que hizo
fue tantear la puerta. Estaba abierta. Nos miramos y no hubo mucho
mas que decir.
Antes
de entrar nos sentamos en una pequeña cafetería. No era un café ni
un restaurante, era una cafetería de película rutera
norteamericana, tan estrecha como un contenedor, como esas cosas que
se piensan a corto plazo y perduran en el tiempo. Casi no tenía
plata chilena y lo único que me interesaba era tomar un vaso de
vino, con la secreta intención de emborracharme y dormir cinco mil
años. Creo que S pensaba lo mismo.
La
señora que atendía, en principio parca y distante, de un momento a
otro se convirtió en la abuela que todo viajero necesita y solo nos
cobró unas monedas por los vasos que tomamos. Eran vasos de vidrio
alargados que servía desde una damajuana de dudosa procedencia y
eso, lo dudoso, cuando se baila en la incertidumbre es música
dispuesta al encuentro.
Las
pocas personas que estaban se fueron y mi plan, nuestro plan, además
de tomar vino, era tirar la bolsa de dormir en alguna parte de la
cafetería y dormir con el olor a leña quemada para despertar con
tostadas calientes. Sueños ilusos del fin del mundo. Toda abuela
tiene su límite, su barrera infranqueable.
Así
fue que llegamos al colectivo. Tenía la puerta abierta y el corazón
gigante. Afuera el viento cabalgaba el estrecho haciendo que la
lluvia viajara paralela al suelo. Quien haya armado una carpa en una
noche furiosa del Estrecho de Magallanes merece un premio, como el ya
condecorado piloto.
Entramos,
acomodamos algunas cosas, barrimos con los pies el suelo y cocinamos
sobre unas tablas de madera, fumando en el asiento del conductor,
viendo esa noche a medias que es el atardecer infinito del sur.
Finalmente, desplegadas las bolsas de dormir, me cubrí con toda la
ropa que tenía y me dispuse a dormir, esperando no morir congelado
en esa pequeña y encantadora heladera con ruedas.
La
escarcha no tardó en llegar. Cuando paró de llover el viento se
volvió helado y todo lo mojado cambió de estado y se volvió hielo.
Bendito clima glaciar. El mundo es un lugar extraño.
La
fiebre también llegó esa noche. Desperté en un estado deplorable y
aun restaban 200 km hasta la ciudad mas cercana. El colectivo, sin
embargo, no pensaba lo mismo. Sin motor ni conductor, mirando de
frente al fin del mundo, y mostrando la estepa infinita por sus
espejos, se quedaba ahí, dispuesto a ser refugio, cocina, nido,
testigo y memoria de los tiempos sin tiempo.
S,
emulando a un gusano, espera los primeros rayos de sol para salir de
su capullo.
Sobre
el fin de la mañana me despedí de S, esperando que la magia del
camino tuviera en mente un nuevo encuentro.
Al
medio día una camioneta frenó en la ruta. En verdad ya estaba
frenada. Frenada y arriba de un barco. El conductor bajó el vidrio y
me preguntó a donde iba. Le dije que a Alaska y no dijo nada. Seguí
avanzando y a los pocos metros me gritó y abrió la puerta para que
me suba.
Ahora
además de fantasma mojado tenía fiebre. (Fantasma mojado con
fiebre. ¿Existen estados mas deplorables?) Lo importante es no perder
el optimismo. El viaje fue un delirio, un poco por mi fiebre
y otro poco por los conductores que hablaban con los miles de
chilenismos que existen, haciendo que mis interpretaciones no fueran
las mas acertadas. Comían chocolates y fumaban mientras explicaban,
al ritmo del güeon y el po, la geografía del lugar. Cuando llegamos a la ciudad pase de fantasma a
zombie. (Sí, hay estados peores). No se como termine donde termine,
pero después de tanto tiempo armando la carpa en cualquier lugar dormir en
una habitación con calefacción fue un abrazo del universo, en ese estado de delirio febril mezclado con refugio.
El
tiempo pasa veloz, como el viento patagónico, corre austral, fuerte
y misterioso. La tierra del fuego me atrapo, sacudió y abrazo.
Viajar a dedo por estos lados del mundo es difícil pero, a su vez,
me regaló momentos increíbles. Andar donde no hay caminos y
hacerlos. Los días casi sin noche fueron quedando atrás y las
historias se acumularon. Creo que esos caminos de tierra que golpea
bajo cielos infinitos quedarán grabados en mi memoria para siempre.
La magia del camino está ahí, solo hay que ir hacia ella, andar
alegre, optimista, amigo de la incertidumbre, y recibirla con la
alegría de la dicha, como el amor que se construye simplemente
amando.
...