4. las montañas mágicas




Los días de fiebre dieron paso a los paseos, aunque tiempo después me di cuenta que quizás fueron ellos los que la alejaron. Paseos y personas en la ciudad mas austral de Chile. A las lindas personas se las conoce en lugares que consideramos refugio o que tiempo después recodaremos como refugio y a los cuales volveremos una y otra vez, física o mentalmente, sobre todo mentalmente. De una forma o la otra, no hay nada como los refugios.

De las ciudades nunca tengo mucho que decir y es ahí donde el cuaderno marca pausas, hojas en blanco, elipsis, saltos geográficos. Reponer energías, llenar la mochila de comida y volver a los caminos.

De la ciudad a la ruta con un desquiciado, de ahí hasta la entrada del aeropuerto en un auto que parecía un placard colapsado y ahí me quede mucho tiempo esperando que alguien frenara. Me puso contento estar ahí, frente a un aeropuerto en un lugar tan lejano, pero termine sospechando si realmente ese lugar cumplía esa función anunciada por carteles y señales porque en ningún momento despego un avión (ni otro tipo de máquina voladora) y en cambio vi salir cientos de autos y taxis y camiones y vehículos inclasificables.

Una camioneta frenó y me subí en ella. Nunca entendí a donde iba precisamente, pero apuntaba al noroeste, donde están las montañas mágicas. Ni el conductor ni su acompañante cruzaron palabra conmigo, algo que se repite con frecuencia. Supongo que será una cuestión cultural, algo así como la hermandad del sur, la hospitalidad del frío. Quizás no hablan pero no dejan a nadie al costado del camino.
La ruta se enroscaba como una serpiente, pero no había montañas ni nada y no llegué a entender el por qué de tanta curva en medio de tanta planicie porque en algún momento me quede dormido. Cuando desperté, o quizás me despertaron, estaba en un cruce de caminos en medio de la estepa. Me baje, aun algo dormido, hasta que el viento helado y la lluvia que traía me despertaron por completo. A lo lejos, donde el camino se bifurcaba había un cartel que anunciaba sitios arqueológicos al oeste. Miré mi mapa y nada, otro cruce fuera de los mapas. Pensé en lo invisible, mire el paisaje, pensé en fumar y solo tenía dos cigarrillos, pensé en mis reglas doradas y como las creaba para terminar rompiéndolas, mire la ruta infinita y no venía nadie y pensé en la espera, la espera, una espera que sería como mínimo interesante, y larga, pero interesante.

La estepa patagónica austral por momentos asusta, cuando se impone y te muestra lo chiquito que sos. Vivimos en un mundo extraño, pero en estos lugares salvajes se puede palpar. Está ahí, al alcance de la mano y a la vez no. Es difícil. Como ese brevísimo lapso de conciencia o el rayito que ilumina. Eso. La estepa podría ser eso.

Lluvia helada, viento que pega del oeste arrastrando el polvo de paisajes eternos. La historia se repite, aunque con suerte para mí, esta vez hay una especie de casita de dos por dos a treinta metros del camino. La suerte fue que estuviera abierta y tuviera ventanas. Refugiado en esa cabaña a escala golpeada por el viento volví a pensar en todo, y cuando esa chispa se apagaba miraba por la ventana la línea infinita de asfalto vacío y el viento silbaba agudo entre las maderas y todo volvía a empezar. Pasaron muchas horas, horas enteras y descubrí que esa palabra lleva las mismas letras que eternas, fumé los cigarrillos uno atrás del otro para no pensar mas en que se terminarían, comí y cuando me quede sin agua apareció un camión en dirección contraria que frenó cerca mío, charlamos dos palabras, comenzó a llover de nuevo, me dio una botella de agua y siguió camino. Así son los ninjas, aparecen de la nada cuando se los necesita.


una panorámica extraña, 180º de la extraña cabaña, sin registro en el cuaderno

Fue en ese lugar perdido del mundo cuando apareció, reapareció, esa imagen que había sido tan cotidiana para mí y que tiempo atrás se había desvanecido, tanto y tan profundamente que me encontré mas sorprendido por la forma en que había desaparecido que por su reaparición. Los sentimientos también son extraños. De repente la estepa mostraba otra de sus virtudes, una cara nueva para mí, la capacidad de proyectar en su aparente vacío las profundidades del interior de las personas. Y así, de repente, estaba ahí, pensando en ella como siempre, como si ese lapso de olvido jamás hubiese existido.


Así llegue a Puerto Natales, entre pensamientos y sueños y lluvias y vientos. Todo es relativo cuando uno se encuentra en ese estado, como un sonambulismo, como desplazándose en distintas direcciones al mismo tiempo. A veces donde estoy es donde no estoy. Y ahora finalmente las montañas mágicas estaban ahí, a nosecuantos kilómetros, pero las podía ver y sentir y algo me decía que las nubes y el viento nacían ahí. 

Las calles de la patagonia austral chilena son como del pasado. Casas-pasado, autos-pasado, caminando por ellas me descubro pensando-pasado. Viajes dentro de viajes, hay algo que se activa en la memoria. Son imágenes, olores, sonidos, quizás los colores de las casas-pasado bajo las primeras luces de la mañana o el atardecer brillante de la región de Magallanes. Las paredes de las casas son de chapa de viejos barriles del puerto, aplanadas y fijadas con remaches. Esas casas-barriles-pasado están pintadas de colores. Las que en cambio dejaron estarse presentan un óxido ocre, sepia en tiempo real, presente imposible, esas casas-pasado-barriles-ocre viven en un no tiempo y quizás un no lugar, si no fuera por el mapa y por mi sombra reflejada en la pared, aunque las calles de la patagonia me hacen dudar hasta de mi propia existencia. ¿Donde me encuentro cuando la memoria viaja de esa manera? ¿Me igualo con las casas-pasado? ¿Desde afuera me veré ocre? Y de ser así, y solo así tal vez, si alguien me observara, ¿mi imagen activaría su memoria para convertirse también en persona-pasado-ocre? Creo que esas callecitas de amanecer sereno, fresco y olor a mar, son el viaje en el tiempo que todo viajero necesita. La vida de viaje y la memoria se llevan bien con el agua y las montañas, los colores cálidos y el sol, las nubes y la lluvia.

        

No hay montañas mágicas sin personas mágicas. Un atardecer, caminaba viendo casas cuando me encontré a B. Al igual que a S de Francia, a B lo conocí en Ushuaia. Viajaba en bicicleta, o volaba en bicicleta o hacía magia en bicicleta, porque nadie puede explicarse como una persona puede viajar tan rápido con semejante viento en contra. Cuando viaja en bicicleta, B tiene la mente de un monje tibetano. Y como todo monje B quería ir a las montañas mágicas y había salido a buscarme para eso. Benditos monjes intuitivos. Nos fuimos al supermercado, compramos comida para una semana (luego descubriría que el apetito de B no se parecía en nada al de un monje tibetano) y nos fuimos a las montañas. Llegamos como todo monje debe llegar, despacio, sin apuro, masticando tierra y dispuestos a lo incierto.

 
       

Las montañas se encuentran dentro de un parque nacional de Chile y solo quedaba evitar la entrada, o al menos evitar pagar por ella. Las palabras mágicas, los viajeros conocen los hechizos, los códigos para hackear esos sistemas corporativos, cómo vencer con un pequeño acto y en una pequeñisima batalla, pero batalla al fin, al mercantilismo de los parques nacionales, a la privatización de los paisajes. Lo logramos, claro, pero el cuaderno no registra ni hechizos ni hackeos ni acciones mágicas.

Caminar, un pie detrás del otro, un paso a la vez, un salto de piedra, provisiones, siempre provisiones y agua de los ríos, de las piedras o los musgos. Hay algo de zen en todo eso, cuando el cuerpo se dispara hacia adelante sin más y corta el aire que acaricia las orejas y el sudor huele a tierra como el bosque huele a verde. Si, hay algo indescriptible ahí que no debe ser mas, ni menos, que la conciencia profunda de estar profundamente vivo. Y cuando el cuerpo no da mas la mente lo ayuda o lo ayuda la palabra del otro, el otro monje que agita, porque su mente es poderosa, sabe surfear las olas del cansancio. Y ahí estábamos, andando por un sendero interminable en horas no medidas, como siempre, porque hay algo de magia en no atender medidas de tiempo y distancia en un mundo donde todo se mide por cantidad. 



El cuaderno no registra esa noche, solo recuerda la entrada a un bosque cerca de la cima de la montaña y el armado de las carpas inclinadas y el sueño mas profundo del mundo. Supongo que en la cena de esa noche descubrí el apetito voraz de B, o tal vez fue en la siguiente.

El encanto de los amaneceres en que se descubre el lugar donde se acampo la noche anterior. Las luces comienzan a romper el velo de oscuridad y el paisaje se revela lentamente. Los ojos se van acostumbrando al dorado del sol y el verdor explota en todas direcciones. Esa mañana subimos la montaña y encontramos lo que estábamos buscando. Las nubes cubren las piedras gigantes que son las montañas mágicas del oeste. Tantas veces soñé con el oeste y ahora estaba ahí y solo debía sentarme a observar y esperar un claro de nubes, un rayo de sol que iluminara al granito milenario moldeado por el viento. Al igual que otras montañas mágicas también de granito cuando el sol las ilumina se ponen coloradas. A mi también me pasa lo mismo, había descubierto tiempo atrás, en una insolación de altura que me dejo una marca permanente. Nadie se salva de los tatuajes del tiempo.

Estuvimos horas sentados en la cima y cada tanto llegaba gente, oleadas de personas que repetían la misma coreografía, una y otra vez, y nosotros los observábamos encantados, sabiendo lo que harían. Era cuestión de minutos su paso por allí, solo bastaba con que una persona diera la vuelta para que todos los demás hicieran lo mismo, y de nuevo estábamos solos. Y en una de esas oleadas aparecieron otros monjes. Se distinguían del resto de las personas, había algo que destacaba su presencia, como si una luz cenital iluminara su andar. Los monjes se reconocen entre sí. No era de sorprender, las montañas mágicas atraen a las personas mágicas.

El tiempo se detuvo, las nubes pasaban como olas abrazando a las montañas y cada tanto dejaban un claro y disfrutábamos de esas tres piedras gigantes, tan verticales, tan hermosas. Y cuando llovía nos sentábamos debajo de las piedras inclinadas que servían de refugio para este grupo de monjes que parecían haber salido del mismo monasterio aunque recién se conocieran. Las montañas se llevan bien con el magnetismo y la sincronicidad, que vacía al mundo de palabras y lo llena de serenidad y pequeños esbozos de sonrisas tranquilas.



Nos despertamos cuando el sol asomó por la montaña, que cortaba y protegía del viento, y comenzamos a caminar para atravesarla, soñando con un lago que brillaba a lo lejos, una mañana fresca con olor a pasto mojado. Al cabo de unas horas la mente se detuvo y solo recordamos haber caminado tanto, hasta prender las linternas llegada la noche y entrar en un bosque, oscuro y silencioso, para dormir bajo sus ramas.


Hay un momento en que el cuaderno deja de registrar días y comienza a mostrar algunas palabras en hojas casi vacías. Los días en las montañas mágicas son así. Largas caminatas, la mente se apaga, y vuelven las palabras en los descansos, cuando los monjes se reagrupan después de andar cada cual a su ritmo, meditando, un pie detrás del otro. Así aparece un glaciar, un bosque, un lago, acampadas llenas de cansancio donde nadie recuerda nada y el cuaderno desaparece del mundo como todos los pensamientos que no pertenecen al mismísimo presente.

Cuando salimos de entre las montañas atravesamos un bosque calcinado tiempo atrás y luego de bordear un lago, elevarnos y bajar, encontramos una pradera inmensa de pastos dorados bajo el sol dorado, con caballos salvajes que miraban a lo lejos y un viento imposible del oeste, siempre del oeste, que nos hacía caminar en largos zigzags y nos convertía en pequeños puntitos con mochilas que se desplazaban por esas lejanas estepas del mundo, como monjes hermanados por las montañas mágicas y las nubes como compañía.

La última hoja de las montañas mágicas habla de un refugio al atardecer en mitad de la pradera contra la pared de una montaña, con un pequeño río que refleja los rayos del sol al final del día y un sueño profundo y eterno bajo el cielo estrellado de los montes nevados. 


 


...